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FERIA DEL LIBRO DE ZARAGOZA

Ángela Labordeta abre la Feria del Libro de Zaragoza con un pregón dedicado a los poetas

"Zaragoza no olvida a sus poetas, porque ellos persisten en las huellas que borran las noches y en los amargos hombres y en los principios que no vuelven y son la historia de otra historia que alguien nos contó sobre ellos"

ARAGÓN CULTURA /
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'Para los poetas' de Ángela Labordeta

El arte de escribir, porque escribir es un arte, tiene mucho que ver con todas las pasiones no nombradas, con las hogueras que incendian nuestros sentimientos, con las venganzas que son clara alusión a cada uno de nuestros fracasos y, sobre todo, tiene que ver con las trampas, que se disfrazan en torno a nuestra existencia, que es la caverna donde nos hacemos hijos y padres, olvidando que tan solo somos humanos, tercamente humanos. «Os lo juro: existe el amor; llega con las manos cargadas de tempestad, extiende sus playas victoriosas o amargas, trae los ríos oscuros, los ríos únicos de la vida: sí, sálvese quien pueda; ame quien pueda». 

Porque escribir también es amar, quizá en dolor y soledad, quizá en canciones heridas que son retazos de historias a las que no supimos poner nombre, porque el nombre era tan «solo el desesperado presentir de tu carne cumpliendo con la mía los imposibles viajes», porque si alguna vez, escribiendo, bebí entre tus labios crueles páginas de ausencia, entonces te amé más todavía. Amo el amor que das y el sufrimiento que me darás porque nada es posible si no viene de ti.

Y así comenzamos a escribir, pensando que vamos a poder abrir todas las puertas hasta entonces cerradas con candados de miedo, pero olvidando que caemos en la trampa de las palabras y junto a ellas vivimos la mayor de las soledades y descubrimos que no hay dolor o éxtasis más hermoso que cuando ellas, las palabras que dibujamos en folios desordenados, se hacen dueñas de su propia historia y, abrazadas a nuestro corazón, prosiguen libres hasta la lejanía donde apenas podemos vislumbrarlas.

Hoy, 28 de mayo de 2021 y como pregonera de esta feria del Libro de Zaragoza y desde esta plaza, que lo es de todos los zaragozanos y zaragozanas y desde esta casa, que es la de todos y todas las zaragozanas, os voy a contar un cuento sobre otra Zaragoza en la que yo soñé escribir las palabras que otros, mis adorados no profesores, me regalaban cuando me hablaban de la ruina y del delirium tremens y del amor platónico que te parte el alma y te ata al sepulcro de vivir en ciego ardor. 

Por ellos comencé a escribir y lo comencé a hacer entre los muros de las diferentes casas que eran mis hogares en la Zaragoza de finales de los años setenta y entre las voces que retumbaban desde las bodegas del Ebro, se hacían eco en los pasillos deshabitados y confluían en una cena a base de morcilla, escarola y ternasco a la plancha con algo de vino tinto, escaso y caliente, mientras en los manteles se derramaban los versos que ya nadie recitaba por sucios y prohibidos.

No conocí a todos los poetas, más bien diría que cuando yo nací, ellos estaban disponiendo su equipaje para partir a lugares más tibios y menos azotados por los cierzos  para «no esperar, no olvidar. Y así huir hacia las barriadas imposibles entre el esplendor del ocaso azul tembloroso de remordimiento y esperar la llegada de las aves nocturnas, coronadas por el arco iris de un vino único». 

Papá me hablaba de otros poetas, Rilke o Vallejo, mientras nos despertábamos a la risa de un domingo que él subtitulaba para mí: «Con la primavera siguiente (triste y fría) un jinete mensajero del Barón Pirovano, entró lentamente en Langenau. Allí vio llorar a una anciana». Era muy niña para comprender aquello y como niña solo la anciana era el rostro que se tatuaba a mis pupilas que, queriendo llorar, sonreían y le decían: «Papá, ¿por qué la poesía es tan triste?». Y él me respondía: «Hubo de ser así, siempre existe una puerta que se cierra, un caballo que muere, un corazón que termina rodando por las piedras». Pero nunca será el tuyo, concluía en una especie de vals con el que sus palabras me dejaban sumida en un placer de opio y abandono. 

En aquellos días mi vida se deslizaba en el tremendo y maravilloso caos de la cotidianeidad y aunque las palabras de los poetas mecían mis sueños entre peldaños inabarcables, yo apenas sí sabía algo de ellos. De Miguel construí una historia que se narró a través de los ojos de mi abuela y estaba edificada entre las palabras que él mismo se dedicaba desde el Colegio Central de Santo Tomás de Aquino: «En lo intelectual soy un perfecto salvaje. He roto todas amarras y no ha habido nada, ni humano ni sagrado, que me haya detenido. Un camino peligroso, sin duda, henchido de amargura, pues a la hora desnuda nadie se encuentra uno alrededor. Soledad. Nada». Años después masticábamos ese vacío y en aquella casa de la parte vieja de Zaragoza, donde se construyeron todas las conversaciones y se alimentaron todos los poetas, solo había silencio, un silencio cruel que era la respuesta a las sombras que todo lo habitaban por deshabitado y abandonado. 

Hubiera querido salvarte, gritaba por los pasillos disfrazada de musa adolescente, cuando en las paredes ennegrecidas aparecía tu pluma despiadada, que se laceraba ante el vacío espectral de las horas lúcidas en una ciudad de hormigas, desnuda, a la que no amabas ni odiabas y que simplemente era el amor de tu vida y del que no sabrías ni podrías separarte. «Miguel, ¿quién eres tú?» sonaba en el delirio mientras la abuela, tu madre, se deshacía entre nostalgias que nunca desveló y yo, que deseaba amarla, pronto entendí que ella era el poema al que decidiste no poner título porque nadie, absolutamente nadie, sabía, como ella y como tú, que la vida es un porque sí. Nada más. Brutal, nada menos.

Y mientras los poetas me desvelan la vida ferozmente amada entre lo amargo y la extenuación y la vida brutalmente asesinada, y mientras escribo estas palabras me llega la noticia de la muerte de Francisco Brines y lloro por cuando escribió: «Mi corazón se serenó, y un inocente niño me cubrió la cabeza con gorro de demente». Me llega la noticia de su muerte a través de las palabras de mi querido Antonio Ibáñez, quien escribe: «Francisco Brines acaba de fallecer. Ha muerto escribiendo el verso más hermoso que se puede recitar: Os quiero», y por un momento olvido a los poetas y descifro el crucigrama de todas esas vidas mutiladas, apaleadas por reyes que, ufanos, tiranizan porque son bebedores sin sueños, que no dudan en enterrar a las espaldas que viven encadenadas a la miseria y que a la intemperie bailan pensando que el futuro es suyo en la letra de una Europa que los detesta y desprecia. Mi poeta vuelve y me dice: «Yo era el viejo mercader en las tintorerías de los puertos, y vendía bambalinas de ausencia, caramelos de olvido y otoños como espejos flotantes», y su otoño es mi primavera en esta ciudad que lo ha sido y lo será porque guarda todos mis secretos, recuerda a todos mis amores y despliega sobre mí una atracción simbólica de ritos que solo ella y yo conocemos cuando ya no queda agua en la pecera de nuestros corazones oscuros y las mañanas tienen el aroma de sexo pagado y alcohol reñido.

—Poeta, ¿de qué huyes? —te pregunté y tú, desde el olvido de tus horas, me dijiste: «No queda nada en esta playa de conquista» y yo me lancé a tus brazos. «¿Lo recuerdas?». Tenía dieciséis años y tú una edad indefinida entre la locura y el tiempo que ya no se quiere vivir, pero se vive como de prestado. Aquella tarde nevaba en Zaragoza, habías venido a buscarme a la salida del colegio y la nieve sobre el paseo Ruiseñores te sabía a deterioro y fracaso y me hablaste de los tiempos en los que el alcohol te salvó de morir y como el roce de la muerte te salvó del alcohol. Apreté fuerte tu mano y te pregunté sobre el amor y cerrando los ojos me dijiste que lo más cerca que habías estado del amor había sido en los monstruos que dibuja la locura de los vasos de aguardiente y yo me separé de ti porque tus palabras me asustaron y de repente me vi completamente sola en medio de la noche caída de repente sobre el suelo de Zaragoza. 

Sé que me buscaste, o eso me dijiste, y sé que yo encontré en tus versos la respuesta que no quería hallar: «sería como huir al principio del miedo / nuestras almas ascienden / bárbaros sacrificados / con su rocioso llanto de aires extendidos / proximidades de tu historia desterrada», porque cuando no existe la noche, añadiste, y verdaderamente se sobrepasa, no existió ni existirá vida, desconectada en focos submarinos que enmarcan grotescamente el rostro de nadie. Lloré de incomprensión.

Mamá me encontró tirada sobre la nieve a tan solo unos metros de la puerta de casa, después de que tú le dijeras que en la oscuridad de las palabras nos habíamos perdido  y entonces comprendí cuánto la amabas y cuánto amor había en esas manos que nadie quería acariciar y te quise para siempre, como ambos queríamos a la ciudad, esta ciudad, de la que otros habían escrito: «Zaragoza amarilla, yo te amaba con la ceguera de mi octubre de pantalón corto, casi desatendido por tus vientos y escarchas».

No sé cuántos poetas había, no pude retener todos sus versos, ni tampoco siquiera sé si los honré como hubieran merecido, al haber sido el germen de tantos sueños que luego se hicieron palabra y verso, palabra y obra, palabra y señal de cuantas cosas tendrían que pasar al recordar que ellos, los poetas, llegaron y se fueron cantando, mientras sangraba por los puentes de la niebla la forma escurridiza de una ciudad dormida. Ellos se fueron cantando mientras el agua de los sueños alimentaba el furor de los pájaros cerniendo las catástrofes y así Miguel, Ignacio, Fernando, Ildefonso, Julio, Antonio, José y tantos y tantos otros, humildes cornetas de la muerte, se fueron abandonando en éxtasis perdidos. 

En algún rincón de la ciudad una placa se acuerda de alguno de ellos, el resto fueron enterrados bajo la leyenda de un café donde unos cuantos locos poetas burlaban las normas de una ciudad de provincias que era gris y triste; gris e inculta; gris y nada.

Todos los poemas de los poetas que ya no están vuelven al amanecer, os lo aseguro, lo hacen a diario y vuelan sobre la ciudad para imprimir en su aire y en su asfalto el verso más apuesto, el verso más rebelde, el verso más oscuro y aquel que no está escrito porque nadie lo va a leer, o ese otro que se escribió para ser leído dentro de mil años. Se fueron los poetas y las casas poco a poco se cerraron y las habitaciones apagaron sus luces y los papeles dejaron de tener manchas de tinta y el oxígeno se hizo más burbuja y Zaragoza fue haciéndose más y más mayor, pero no los olvida porque ellos persisten en las huellas que borran las noches y en los amargos hombres y en los principios que no vuelven y que son la historia de otra historia que alguien nos contó sobre los poetas, nuestros poetas.

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta nació en Teruel en el año 1967. Inició su trayectoria profesional entre las letras y el periodismo como redactora de la sección de Cultura de Diario 16 y dirigió un proyecto editorial sobre pueblos con encanto de España. Entre los años 2003 y 2015 es responsable de prensa en el grupo provincial de CHA en la Diputación de Zaragoza. Desde el año 2015 ha sido asesora en el gobierno de Aragón y secretaria de Comunicación de Chunta Aragonesista.

Ha participado como guionista en diferentes programas de televisión y colabora como columnista en diferentes medios de comunicación. En la actualidad trabaja en la realización de guiones “Labordeta, un hombre sin más” y “Rumores” y continúa con su producción narrativa.

La Feria del Libro de Zaragoza en Aragón Cultura y Aragón Radio

Más de 50 expositores vuelven a darse cita este año en una nueva edición de la Feria del Libro de Zaragoza, que se desarrollará desde hoy y hasta el 6 de junio en la plaza del Pilar de la capital aragonesa. Durante diez días, librerías y editoriales sacarán sus libros a la calle en una cita que propicia el descubrimiento de las novedades editoriales del último año e incluso la posibilidad de favorecer el encuentro entre escritores y lectores.

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